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FOSAS COMUNES EN MÉRIDA. Recibido de Manuel Cañada.

FOSAS COMUNES EN MÉRIDA. Recibido de Manuel Cañada.   OLVIDADOS, OLVIDADORES Y OLVIDADIZOS  

“En griego, lo que se opone a la verdad es el olvido. Verdad se dice alezeia y olvido leze. Nuestra democracia está edificada sobre una mentira: sobre un pacto de olvido”

                                                                                                                      Jesús Ibáñez

  

            En las tapias del cementerio de Mérida se aferra con alevosía el olvido. El olvido es la grama del poder, la planta trepadora del odio, la amnesia de los viles.

 

            El olvido es dúctil y sinuoso. Tan pronto se sienta en los sillones municipales, como se pone la toga o se disfraza de periodista y va recitando su veterana letanía: “Son cosas del pasado”, “Mejor no remover los muertos”, “Hijo, no te signifiques”.  Es el experimentado miedo vestido de responsabilidad, la doblez exhibiendo sus mejores galas en forma de sentido común, la prolongación del vano ayer del franquismo narrada como “modélica transición”.

 

            Los olvidadores se afanan en borrar o difuminar el rastro del crimen. El 8 de junio se hallaron los restos humanos y de bala que confirmaban lo que todo el mundo sabe: Mérida fue como Badajoz o Castuera otro de los núcleos del exterminio. Pero la obra del Jardín Botánico, en un alarde de provocación e indecencia, continúa, presumiblemente encima de los cuerpos represaliados, y la investigación no ha avanzado ni un solo milímetro.

 

            ¿Cómo es posible que cualquier ruina arqueológica romana en Mérida goce de una exquisita protección y diligencia administrativas mientras que los cadáveres de personas asesinadas hace menos de 70 años son tratados como despojos insignificantes? ¿Cómo se explica que estos desaparecidos no cuenten en nuestro país con ningún insigne-juez-adalid-de-los-derechos-humanos al contrario que sus hermanos de infortunio de América Latina?

 

            Son muchos años de sistemática ocultación, de magistratura de los olvidadores y de complicidad de los olvidadizos. Son muchos años asfixiando la memoria o corrompiéndola en “Cuéntames” y ficciones de consenso. Son muchos años de franquismo sociológico, molecular, cernido. Muchos años de claudicación también, de cambiar dignidad por votos, de memoria histórica de quita y pon, intermitente, de temporada.

 

            “Tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer”. Walter Benjamin, ya en los años treinta, advertía sobre el peligro que acecha a la memoria de los vencidos y sobre la necesidad en toda época de “arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla”.

 

            Ahora se pretende sepultar de nuevo a los fusilados del cementerio de Mérida bajo las obras del Jardín Botánico, matarlos de cemento y olvido otra vez más. Pero ni todas las rosas, azucenas, lirios, hortensias o magnolias del mundo pueden ya evitar el olor simple y brutal de la sangre. No hay pinos, robles, olmos, hayas y sauces suficientes para ensombrecer la verdad del crimen. Y los paseos de los amantes en busca de caricias furtivas tropezarán con la silueta de aquellos otros “paseos” de muerte, compuestos de gritos, de bajeza, de súplicas y desafíos heroicos.

 

            “Cuando se ha visto la sangre,/ en la soledad no hay río/ del olvido” escribía Alberti años después de la ignominia, mirando aquel país donde se podía “navegar en sangre”. Y Benedetti, que compartió años después con Alberti la condición de desterrado, le contestaba esperanzado: “Es cierto/ rafael/ no hay un río/ del olvido/ hay mar de la memoria”.

 

            Hay un mar de la memoria imposible de achicar. Un mar de ferroviarios, de campesinos, de artesanos, de jornaleros afirmando el tiempo de la dignidad, el tiempo de la revolución. El tiempo en el que temblaron los generales, la tierra volvió a ser de todos, intentó la razón zafarse de las supersticiones, los poetas se fundieron con las gentes y los hombres se llamaron, sin miedo y sin vergüenza, compañeros.

 

            Es justamente todo ese deseo de humanidad que representó la República lo que se ha mantenido y se mantiene arrumbado en fosas comunes como las de Mérida. Franco murió en la cama y los franquistas pudieron reconvertirse plácidamente. Escritores como Isaac Rosa o Rafael Chirbes han tenido la valentía de adentrarse en esas zonas vedadas por un espeso silencio de complicidades que afecta a nuestro pasado reciente.

 

            Reivindicar la memoria de los represaliados del franquismo debe ser mucho más que una simple exigencia de “sepultura digna” o de confortación de sentimientos familiares. Benjamin fijaba precisamente en la redención histórica de los de abajo la posibilidad de liberación presente. “Articular históricamente lo pasado significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en un instante de peligro”.

 

            La memoria de las víctimas del franquismo es la afirmación de la esperanza presente, de la utopía de nuestros días. Otra sociedad culta, solidaria, igualitaria, sin reyes ni amos, es posible.

 

MANUEL CAÑADA PORRAS

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